Recorría a pie el fondo del valle de Véneon, en el Macizo de los Ecrins, por un sendero que bordeaba el torrente del mismo nombre. Un flujo de agua poderoso, incesante, omnipresente. Después de diez horas de marcha, me faltaban apenas tres kilómetros para llegar a mi destino: ducha, cambio de ropa y una cerveza. Me dolían los pies.
Para agilizar la marcha, me puse los auriculares y el ritmo de la música me hizo caminar con más alegría. Una música rítmica —no recuerdo si ska jamaicano o hip-hop— que me hacía acompasar mi bastoneo con el ritmo de cada canción. Mientras, mi cabeza proyectaba. Estaré en el camping en veinte minutos, calculé, mientras superaba otro repecho. Mi duda era si acercarme a la tienda local a por provisiones antes o después de la ducha.
Saliendo a un claro en el bosque, instintivamente eché mano a mis gafas de sol, que solía llevar sobre la gorra en tramos de sombra o menos luz. Coño, las gafas: habían desaparecido. Se me habían caído por el camino, y lo peor es que recordaba cuando: me había fijado en una mancha de crema solar en la parte interior de la visera de mi gorra, y me la había quitado para inspeccionarla. Fue en ese momento cuando las gafas debieron salir volando. Idiota.
Dudé si deshacer mis pasos o no. La probabilidad de encontrarlas era prácticamente nula: estarían enterradas en la hierba alta, o camufladas en algún arbusto. Pero luego imaginé la alternativa: o cuatro días en la montaña sin gafas de sol —ceguera asegurada— o tener que pagar una pequeña fortuna por alguno de los modelos vendidos en el modesto ultramarinos / tienda de souvenirs del pueblo.
Desconecté el mp3. Me sorprendió oír de nuevo el rugido del torrente, verdadera banda sonora de mis días por aquellas montañas. Decidí probar suerte. Sin embargo, mientras deshacía el camino andado, me iba dando cuenta de la dificultad de mi tarea. La hierba alta flanqueaba ambos lados del camino y, salvo que las gafas hubieran caído sobre el mismo sendero, difícilmente las encontraría. Aún así, decidí aplicar algo de método a mi búsqueda. Mientras bajaba, peinaría el lado derecho y, cuando por fin me diera la vuelta, repetiría el proceso con el izquierdo.
Me crucé con un senderista. No, no había visto ningunas gafas. Fue poco después cuando, casi por rutina, probé una vieja argucia.
—Dios, ayúdame a encontrarlas —dije, en voz alta.
Fue simple. A los pocos minutos mis gafas aparecieron en mitad del sendero. La sonrisa no me cabía en la cara. Reí a carcajadas.
Capullo, recé. ¿Que quieres a cambio? ¿Que deje las apuestas deportivas, tal vez? ¿Qué me apunte el gimnasio? ¿Qué me deje de ver con…?
Traté de escuchar. No, Dios no parecía querer nada en concreto. Sentía el latir acelerado de mi corazón, que amenazaba con salirse del pecho, pero lo único que oía era el estruendo monótono del torrente.
Eso quiero, gilipollas, entendí. Que escuches. He creado todo esto para que tu lo vivas aquí y ahora, y tú estás a otra cosa. Deja la música para la ciudad.
Recordé entonces una palabras de Matt Kirk en sus memorias del Appalachian Trail, después de haber perdido media tarde en un sendero erróneo por haber andado distraído:
To move lightly on the land, to leave no trace…and to listen the first time.
(Moverse con ligereza sobre el terreno, no dejar huella……y escuchar la primera vez).
Mis pies me dolían cada vez más, pero me sentía ligero y feliz con cada pensamiento que conseguía silenciar. Era maravilloso estar aquí, ahora, en el corazón del Massif des Écrins.
Realmente, la única tarea urgente era la de no perderse el ruido del torrente.